Parashat Jaiei Sará, una porción de la Torá llena de historias de muerte, también lleva consigo la esencia de la vida. Aunque la muerte de Sara a los 127 años se destaca al principio, la Torá enfatiza los «años de la vida de Sara». La narrativa se desarrolla con la partida de Abraham hacia el final de la porción, marcando la despedida de la primera pareja patriarcal de nuestro pueblo. Simultáneamente, conocemos la muerte de Ismael, el hijo de Abraham con Agar, la egipcia.
Según la tradición judía, nuestra civilización comenzó con Abraham, continuó con Itzjak y se desarrolló con Jacob y sus doce hijos (las futuras tribus de Israel). En la genealogía musulmana, Abraham (Ibrahim en árabe) también es su patriarca, pero el legado continúa no con Itzjak sino con Ismail (nuestro Ishmael de la Torá). Estos dos hermanos, según los relatos bíblicos, aparentemente establecieron el escenario para dos civilizaciones y dos religiones: el judaísmo a través de Itzjak y el islam a través de Ismael. Podría suponerse que desde los tiempos bíblicos, el destino de estas dos religiones está marcado por la violencia y la competencia por ser el favorito del padre, el continuador de Abraham-Ibrahim, el heredero material y espiritual del padre del monoteísmo.
La narrativa bíblica retrata a Ismael como el primogénito de Abraham pero no de Sara. Ismael es el hijo de la sierva egipcia de Sara, Agar. Cuando Sara finalmente concibe y se convierte en madre, Agar e Ismael son expulsados de la casa de Abraham. ¿Por qué? Porque Sara quería que el legado de Abraham continuará exclusivamente a través de Itzjak, buscando exclusividad en la bendición. La Torá nos dice que Dios interviene, asegurando que Ismael también recibirá bendiciones y prosperará en la tierra. Dios también cuidará de él. Mientras Sara creía que la bendición de Abraham sólo podía recaer en uno de sus dos hijos, Dios sabía que ambos podían ser bendecidos y fecundos.
A una edad temprana, la relación entre Ismael e Itzjak, medio hermanos casi separados «al nacer», termina abruptamente en violencia, burlas, celos y exilio. Si nos enfocamos solo en esta parte de la historia, podríamos concluir que el futuro de estos pueblos, moldeado por estos medio hermanos, está condenado a la violencia, las burlas, los celos y el exilio. Sin embargo, la Torá revela otro lado de la historia, otro final.
Es cierto que Ismael se burlaba de Itzjak (¿qué hermano no ha peleado con hermanos menores?). Es cierto que Ismael se siente rechazado y abandonado por Abraham, y su madre Agar alberga odio y celos hacia Sara. Sin embargo, oculto dentro de nuestra Parashá, descubrimos que Agar e Ismael se establecieron en Beer-lahai-roi. Más adelante en la Parashá, encontramos a nuestro ancestro Itzjak, antes de conocer a su amada Rivká, regresando precisamente de Beer-lahai-roi (Gen. 24:62). Itzjak vivía en las tierras del Néguev (más precisamente en Hebrón)… ¿Por qué fue a Beer-lahai-roi? ¿Qué fue a buscar en ese lugar? Según Rashí, fue a buscar a Agar para tomarla como esposa para su padre viudo. Según Seforno, fue allí a rezar en el lugar donde Agar rezó años atrás y sus plegarias fueron escuchadas. Humildemente propongo que fue allí a reencontrarse con su medio hermano, con Ismael. Ambos hermanos, separados por los celos y el odio de sus padres, anhelan reunirse, sanar heridas. Itzjak va a Beer-lahai-roi para volver a conectarse con Ismael, para visitar a su hermano.
Pero la historia no termina ahí. Hacia el final de la Parashá, nos encontramos con la muerte de Abraham a los 175 años, bendecido «en todo», muriendo en buena vejez. ¿Por qué murió en buena vejez? Me gustaría sugerir que murió en plenitud porque vio a sus hijos reconciliados. Presenció cómo sus hijos dejaron de lado las disputas de su juventud (y los errores de sus padres) y se reunieron como hermanos. Ambos, tras la muerte de su padre, lo entierran juntos en Hebrón, en la cueva de Majpelá, donde al principio de la Parashá, Abraham enterró a Sara solo. Según la Torá, Itzjak e Ismael (Gen. 25:8) entierran a su padre juntos. Rashí cita el Talmud (Bava Batra 16b), sugiriendo que de esto podemos aprender que Ismael hizo Teshuvá, corrigió sus errores y fue perdonado por su hermano Itzjak. «¡Mirad cuán bueno y cuán agradable es que los hermanos vivan juntos en armonía!», escribió el rey David. Así concluye, según la narrativa bíblica, la historia de estos dos hermanos, enterrando a su padre y sepultando también su propio pasado, cada uno corrigiendo sus errores, perdonándose y reencontrándose como los hermanos que son.
Si nos quedamos solo con la narrativa bíblica, podríamos suponer (y prever) una enemistad tortuosa y eterna entre Itzjak e Ismael, y así inevitablemente, entre los descendientes de Itzjak (judíos) y los descendientes de Ismael (musulmanes). Sin embargo, el Midrash nos ofrece una nueva narrativa, una narrativa de reunión, reconciliación, perdón y arrepentimiento. Como siempre, cada lectura es una selección, cada interpretación es una decisión del lector sobre qué camino tomar, cómo leer el texto. Y así es como prefiero leerlo. Me niego a creer que el destino del pueblo judío y del mundo musulmán es la confrontación eterna, que no hay reconciliación posible.
Hoy en día, cuando vemos un creciente odio, resentimiento y violencia entre comunidades judías y musulmanas en el mundo, especialmente después de casi 100 años de conflicto en Palestina e Israel, muchos creen que esta tensión entre Itzjak e Ismael es eterna e inalterable. Muchos miran la situación actual y piensan que eso es todo, que esa es toda la película. Sin embargo, la historia siempre tiene sorpresas, siempre puede cambiar, y la imagen de hoy puede ser muy diferente de la de hace 1000 años o la que veremos en algunas décadas.
Hubo un tiempo en que el pueblo judío vivía en términos relativamente mejores en tierras musulmanas que en tierras cristianas. Durante la Edad Media, en su mayoría, la calidad de vida y el progreso cultural y económico judío se dieron en tierras árabes-musulmanas. Aunque no existe una «Edad de Oro» en la Europa Cristiana, sí conocemos la «Edad de Oro» en la España musulmana (siglos X-XII e.c.). Seguramente nuestros abuelos o bisabuelos nunca podrían haber imaginado que la inmensa mayoría del mundo cristiano hoy estaría apoyando al pueblo judío y al Estado de Israel. En la Europa cristiana, durante siglos, nuestro pueblo fue perseguido, masacrado, hostigado y humillado. Sin embargo, algo cambió en el liderazgo cristiano en el siglo XX y hoy el mundo cristiano es uno de los «grandes amigos» de Israel.
La Iglesia Católica cambió su doctrina en 1962 y comenzó un proceso de reeducación en su feligresía de siglos de antisemitismo ferviente. El mundo protestante, en su gran mayoría, dejó atrás las enseñanzas de su fundador Lutero, un ferviente antisemita, para dar paso a una teología de mucho mayor respeto y fraternidad hacia el mundo judío. Dentro de las iglesias evangélicas, encontramos líderes que son algunos de los más fuertes partidarios (y donantes) de Israel en todo el mundo. Si alguien hubiera dicho hace 100 años que esta sería la realidad, lo habrían tildado de loco. Y ¿quién dice que no puede suceder lo mismo en 100 años con el mundo musulmán?
No soy ingenuo, pero no pierdo la esperanza. Elijo creer. Decido hacer mi parte para convertir esta utopía en realidad. Llegará el momento en que todos los hijos de Abraham, las tres grandes religiones monoteístas: judíos, cristianos y musulmanes, eliminarán todo el fanatismo de sus corazones y permitirán que sus fieles, cada uno según su doctrina, sus costumbres y leyes, vivan en armonía y con respeto. Isaac e Ishmael corrigieron sus errores y se reconciliaron. Que Dios nos permita ver, en las futuras generaciones, un reencuentro pleno y armonioso entre sus descendientes, entre el pueblo judío y el mundo musulmán.