Si toda historia tiene un comienzo, el inicio de nuestra historia de amor con la Tierra de Israel se encuentra en nuestra Parashá. Abraham, antes de tomar su nombre actual, siendo simplemente Abram, a la edad de 75 años, emigró desde Harán (en la actual Siria) hacia la tierra de Canaán. Su padre había comenzado ese viaje al abandonar su ciudad natal, Ur-Kasdim (en la actual Iraq), para llegar a estas tierras por motivos desconocidos, pero no completó su travesía y falleció en el camino, en Harán. Fue su hijo Abram, el patriarca fundador de los hebreos, el pueblo de Israel y, posteriormente, el judaísmo, como luego se le llamó, quien llegó a estas tierras tan amadas (y tan disputadas durante generaciones) hace unos 3800 años.
Estas son las palabras que Abram escuchó al comienzo de nuestra Parashá: «Y el Señor dijo a Abram: ‘Vete de tu tierra y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Haré de ti una gran nación, te bendeciré y engrandeceré tu nombre; y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, y maldeciré a los que te maldigan, y en ti serán benditas todas las familias de la tierra’.» (Génesis 12:1-3)
Toda la esencia de las bendiciones y promesas que una y otra vez recibirá nuestro primer patriarca se encuentran en estas palabras: (1) La herencia de una tierra. (2) La multiplicación de su descendencia. (3) Ser una bendición para el mundo. La historia judía comienza con un viaje hacia la tierra prometida, aún sin nombre, una tierra que era solo potencial: «La tierra que te mostraré». Y de alguna forma, la historia judía será una saga eterna de viajes de ida y vuelta hacia esa tierra. A veces dejamos la tierra por elección propia; la mayoría de las veces fuimos forzados a abandonarla debido a causas de fuerza mayor o por otros pueblos que no nos querían allí. Incluso el propio Abram, el primero en hacer aliá, tuvo un período de su vida en el que debió ir a vivir a Egipto porque no había comida en la tierra de Israel. Sin embargo, luego regresó y nunca más la abandonó.
¿Quieren un dato curioso? Según el Anno Mundi, la cronología del mundo que comienza con la mítica creación universal hace 5784 años, marca que Abram nació en el año 1948 (el mismo año en que, según el calendario gregoriano, se declaró la independencia de Israel). No solo eso, sino que según la Torá, emigró a Canaán a la edad de 75 años, es decir, en el año 2023 según el calendario hebreo, que marca su año 1 en la creación del mundo. En el año 2023 del calendario hebreo, Abraham llegó a la tierra prometida. En el año 2023 del calendario gregoriano, el pueblo judío sigue luchando por el derecho negado y resistido por millones a ser libres y autónomos en nuestra tierra. Más de 3800 años de conexión espiritual, cultural, nacional y material con esa tierra, y aún así, millones se niegan a aceptar que también somos indígenas y autóctonos de ese territorio.
No es mi intención citar textos bíblicos para argumentar la conexión del pueblo de Israel con la tierra de Israel. El relato de Abraham es un relato fundacional. Puedo aceptar que en parte sea considerado mítico, ya que no tenemos pruebas materiales de su existencia. Sin embargo, desde un punto de vista espiritual, tal como se relata en el Génesis, texto fundacional de la cultura hebrea-judía, nuestros antepasados, hace aproximadamente 2600 años (la fecha más temprana desde la cual podemos afirmar científicamente la existencia del canon bíblico más o menos como lo conocemos hoy), ya establecieron una relación con esa tierra. En la imaginación bíblica, el pueblo hebreo nace con un extranjero estableciéndose en la tierra prometida. Incluso su nombre, «Abraham HaIvri, Abraham el hebreo», significa «aquel que viene del otro lado del río (Éufrates)». La historia judía comienza con un inmigrante y su familia en nuestra tierra ancestral. Y si «históricamente» no sucedió exactamente como lo relata el libro del Génesis, ya hay testimonios arqueológicos indisputables desde el siglo XIII a.e.c. (cuando Egipto dominaba aquel territorio) de la existencia de un pueblo llamado Israel en esa tierra. Desde ese siglo, hace 3200 años, la acumulación de datos históricos, arqueológicos y literarios sobre el pueblo hebreo-Israel-judío en ese pedazo de tierra es indiscutible. Con honestidad intelectual y espiritual, puedo afirmar que no hay otro pueblo en el mundo que tenga una conexión más antigua con la tierra de Israel. Ninguno. Nuestra conexión supera los 3000 años de historia, por varios siglos.
Lej-Leja, ve por ti mismo, es el llamado de Dios a Abraham para que emprenda el viaje. Y ese Lej-Leja será el llamado en cada generación para el retorno judío a la tierra de Israel. Abraham es el primer Olé, el primero en hacer Aliá, pero no será el último. Abraham no llega a una tierra vacía, llega a la tierra de los cananeos, donde varios pueblos (según la Biblia, siete, aunque en diversas listas mencionan a once) siempre han vivido en tensión entre ellos. Tanto es así que en nuestra propia Parashá se menciona una guerra entre varios reinos de la región que toman como rehén al propio sobrino de Abraham, llamado Lot. Abraham mismo, junto con su gente, va y lucha contra quienes lo tenían como prisionero para liberarlo. Como en otras partes del mundo, esa región siempre estuvo en disputa, ya sea por habitantes autóctonos o bien por imperios (Asirio, Egipto, Babilonia, etc.) que deseaban apoderarse de esa región debido a su estratégica ubicación en las rutas de comercio que conectaban el territorio de Siria con Egipto, abarcando los tres continentes, además de sus puertos y su salida al Mediterráneo.
En ese pequeño pedazo de tierra tan codiciado a lo largo de generaciones, Dios decidió enviar a Abraham, y allí nació la historia de nuestro pueblo. Allí vivieron nuestros patriarcas, allí nos llevó Moisés después de la esclavitud, allí luchó Josué para conquistarla nuevamente, allí se establecieron nuestros jueces, allí se fundó el primer reino de Israel con Saúl (en el siglo XI a.e.c.), allí David expandió los límites y conquistó Jerusalén, allí Salomón construyó el Templo. Allí, en distintos momentos de la historia, Asiria conquistó el reino del Norte, desplazando a diez tribus hacia un exilio forzado. Allí resistió el reino de Judá hasta caer ante los neobabilonios en el 586 a.e.c. Allí regresamos cuando Ciro el Grande, rey de Persia, nos permitió volver y reconstruir el Templo en el año 516 a.e.c. Allí, Ezra y Nehemías reconstruyeron la vida judía. Allí los macabeos lucharon para expulsar a los invasores greco-seleúcidas. Allí florecieron las diversas sectas judías: los fariseos, saduceos, esenios. Allí llegaron los romanos, quienes pusieron fin a la autonomía judía en el siglo I e.c. Allí, donde se destruyó el Templo, nuestros rabinos crearon sinagogas y casas de estudio en toda la tierra. Fue allí donde Adriano, en el año 135 e.c., tras la tercera guerra judía, intentó borrar la conexión de nuestro pueblo con la tierra, cambiándole el nombre de Israel-Judea (como se conoció durante más de un milenio) a Siria-Palestina, lo que posteriormente derivó en el término Palestina (no en referencia a un pueblo que habitaba allí, sino en alusión a los «filisteos», los enemigos «clásicos» de Israel en tiempos bíblicos). A pesar de las expulsiones y los exilios, siempre regresamos. Allí se escribió la Mishná en la Galilea (siglo III), allí se compusieron las grandes obras de piyutim (poemas litúrgicos) y midrashim (homilías bíblicas) que hasta el día de hoy cantamos y estudiamos (siglos IV-VII). Allí las comunidades judías, en el año 636 e.c., ayudaron a los conquistadores árabes-musulmanes a ganar la batalla contra los cristianos que oprimían a la población judía. Allí los maestros masoretas en Tiberias agregaron vocales al texto bíblico (siglo IX). Allí se asentaron los Avlei Tzion (los dolientes de Sion), grupos de judíos que lamentaban la destrucción del Templo día y noche (siglos X-XI). Allí se establecieron decenas de pequeñas comunidades judías durante la Edad Media en las ciudades sagradas de Jerusalén, Tiberias y Hebrón. Allí, en el siglo XII, Benjamín de Tudela visitó las comunidades judías y dejó testimonio en su libro de viajes. Allí fue a donde miles de judíos, huyendo de la expulsión de España en 1492, volvieron y florecieron en comunidades existentes y crearon nuevas, como Tzfat. Allí fue la cuna de místicos y halajistas. Allí se compuso el Lejá Dodi y el Shulján Aruj (siglo XVI). Allí migraron maestros jasídicos junto a sus estudiantes. Allí, a mediados del siglo XIX, grupos de jóvenes judíos de Europa del Este comenzaron a inmigrar y crear comunidades agrícolas y nuevas ciudades. Allí pusieron sus ojos, a finales del siglo XIX, pensadores y maestros de nuestro pueblo para volver a crear un Estado judío. Allí creamos el Estado de Israel en 1948.
No importa cómo se denomine esa porción de tierra entre el Mediterráneo y el Jordán, entre el desierto del Negev y las colinas de la Galilea y el Golán. No importa quién haya dominado ese territorio, ya sean egipcios, asirios, babilonios, persas, griegos, romanos, cristianos, mamelucos, el Imperio Otomano o los británicos. Siempre hemos estado allí desde los tiempos de Abraham. A veces fuimos un pequeño grupo de cientos; en otras ocasiones, algunos miles; y en nuestros días, millones. Durante más de 3000 años, hemos mantenido una conexión con la tierra de Israel, ya sea en su tierra o en los exilios forzados o las diásporas elegidas.
Nuestros antepasados traían primicias de la tierra de Israel cada año en la festividad de Shavuot y declaraban: «Mi padre fue un arameo errante» (Deuteronomio 26:5). Según el Rashbam, ese arameo era Abraham, «perdido y exiliado desde su lugar de nacimiento en Aram». Desde los años del exilio babilónico (586 a.e.c.), desde el primer momento en que fuimos arrancados a la fuerza de nuestra tierra como nación, en la liturgia judía incorporamos menciones a la añoranza de regresar a esa tierra. «Junto a los ríos de Babilonia, nos sentábamos y llorábamos al recordar a Sión» (Salmo 137:1). Todos los días, durante la Amidá, pedimos el regreso de los exiliados y la reconstrucción de Jerusalén, símbolo del renacimiento de la tierra. En nuestras bodas, rompemos una copa en recuerdo de la destrucción del Templo, símbolo de la pérdida de la autonomía. En cada Pésaj, concluimos diciendo: «El próximo año en Jerusalén».
En el año 2023 del calendario hebreo, Abraham llegó a la tierra de Canaán. 3800 años después, en el 2023 del calendario gregoriano, hay ciertos sectores que alegan que el pueblo judío no es autóctono de la tierra, que son un grupo de colonos europeos que llegaron en masa en el siglo XX sin ninguna conexión real con esa tierra. Con honestidad intelectual y espiritual, podemos afirmar que no hay otro pueblo en el mundo que tenga una conexión más antigua con la tierra de Israel. Nuestra conexión supera los 3000 años de historia por varios siglos.
Lej Lejá, «ve por ti mismo», es el llamado de Dios a Abraham para que emprenda el viaje. Ese Lej Lejá será el llamado en cada generación para el retorno judío a la tierra de Israel. Abraham fue el primer olé, el primero en hacer aliá, pero no sería el último. Abraham no llegó a una tierra vacía; llegó a la tierra de los cananeos, donde varios pueblos habitaban en tensión entre ellos. Tanto es así que en nuestra propia parashá se menciona una guerra entre varios reinos de la región que tomaron como rehén al propio sobrino de Abraham, llamado Lot. Él mismo, junto a su gente, luchó para liberarlo. Como en otras partes del mundo, esa región siempre estuvo en disputa, ya sea por sus habitantes autóctonos o por los imperios que deseaban apoderarse de ese territorio.
Dios, según el relato bíblico, le prometió a Abraham que esa tierra sería para sus descendientes. El pueblo de Israel desciende de su hijo Isaac, mientras que los musulmanes, según su tradición, descienden de su otro hijo, Ismael. El sionismo se fundó con el propósito de poner fin a la anormalidad judía de 2000 años como un pueblo sin tierra, y desde el inicio del proyecto sionista, siempre se concebía que también debía haber un Estado para los árabes, musulmanes y cristianos que habían vivido en esa tierra durante siglos. Tanto los descendientes de Isaac como los de Ismael, todos los descendientes de Abraham, tienen derecho a tener un Estado autónomo en esa tierra. Como descendientes de Isaac, siempre hemos estado dispuestos a hacer ese sueño una realidad. Ahora, es hora de que los descendientes de Ismael también acepten, sin condiciones, que ambos grupos somos originarios de esa tierra. Solo así llegará la paz para los descendientes de Abraham, y solo así podremos convertirnos en una fuente de bendición para todas las naciones del mundo.
Shabat Shalom.
Rab. Uriel Romano