Moshé está a punto de morir. Estamos al final del libro de Bemidbar, en Parashat Matot-Masei. Dios le encomienda una última misión: “Haz la venganza de los hijos de Israel contra los madianitas; después serás recogido a tu pueblo.”(Números 31:2). Moshé entonces se prepara para su última batalla y envía a doce mil hombres, mil por cada tribu, a luchar contra Midian. La Torá omite todo tipo de dato sobre la guerra, en un lenguaje lacónico nos dice nada más que Israel salió airoso de la misma junto a un gran botín.
Tenemos entonces a guerreros victoriosos junto a un gran botín que vuelven al campamento… ¿Cómo los recibe el pueblo? ¿Cómo los recibe su líder Moshé? Uno esperaría que a la vuelta de una gran batalla todas las mujeres estén coreando el nombre de los guerreros y que su líder los aplauda por haber vindicado el nombre de Dios. Sin embargo aquí la Torá presenta otra faceta, otra forma de entender la realidad, y estás son las primeras palabras que Moshé le anuncia a los soldados incluso antes de pisar el campamento: “Y vosotros, cualquiera que haya dado muerte a persona, y cualquiera que haya tocado muerto, permaneced fuera del campamento siete días, y os purificaréis al tercer día y al séptimo, vosotros y vuestros cautivos.(Números 31:19)
Moshé no reivindica la sangre derramada del adversario ni alaba la victoria militar sino que apenas vuelven los soldados les advierte que han quedado impuros. Moshé les dice que la guerra impurifica, que ellos, sus vestimentas y todos sus utensilios han quedado impurificados por haber estado en contacto con la muerte. Al volver de la batalla el pueblo judío no celebra la victoria sino que advierte que quien pasó por aquella instancia se encuentra en un estado de impureza que necesita un tiempo (una semana según el pensamiento bíblico) para volver a purificarse. Nadie sale “limpio” de una guerra. Quitar una vida, aún cuando sea necesario para salvaguardar la vida propia, la de nuestra familia o la de nuestra nación, nos mancha, nos impurifica y nos debería perturbar. Nadie sale puro de la guerra.
Sin embargo no solo los combatientes necesitaban purificarse sino que todo objeto y toda prenda de ropa debía también ser purificada cuando volvían de la batalla. Y el Rav Kook, el primer gran rabino de Israel, nos regala una hermosa enseñanza a este respecto. Existía, según la legislación rabínica, dos formas de purificar los objetos que habían sido impurificados por algún motivo. Uno es el que aquí detalla la Torá: todo objeto que resistía al fuego debía ser pasado por fuego y todo aquel que no resistía al fuego debía ser sumergido en agua. Luego de haber sido abrasado por el fuego o sumergido en el agua el objeto podía ser reutilizado. Sin embargo este era un proceso largo, tedioso y a veces complejo.
Los rabinos, sin embargo, suman una nueva posibilidad para purificar los objetos, un método mucho más simple y rápido: simplemente se debía agarrar el objeto, hacerle un hoyo en el medio y ya estaba. El objeto (que por estar roto ya dejaba de ser aquel objeto primero que había recibido la impureza) ya es puro nuevamente. Es cierto que es inutilizable pero puro esta.
Hay veces que la impureza (aquello malo/negativo) está tan arraigado en nosotros, en nuestros “objetos” o en nuestra sociedad que al parecer la única posibilidad es destruir para volver a empezar. Así sucedió en los tiempos de Noaj donde la corrupción y la violencia eran tan extendidas que la única posibilidad era sacudir el mundo, destruirlo, para volver a empezar. Sin embargo, cuando elegimos este camino, sin duda más rápido y ciertas veces más eficaz, ya nada queda de nosotros. Este cambio drástico nos hace desaparecer, ya nada queda de nosotros luego de la destrucción, pasamos a ser un nuevo objeto.
Existe sin embargo otro camino, un camino más arduo y que lleva tiempo, y para el cual se necesita coraje y dedicación. Es el camino que nos lleva a purificarnos a través del fuego y del agua (¡a no tomárselo literalmente!). Este camino generará mayores dolores y sufrimientos ya que es un proceso, un proceso que transforma de a poco, que reforma desde la propia esencia y desde las propias fuerzas internas del individuo. Este camino nos lleva a enfrentarnos con aquello que nos impurificó, a revisar nuestros actos y a replantearnos todo lo que nos hizo llegar hasta donde estamos.
Dos caminos se nos abren cuando buscamos purificarnos (en otras palabras: limpiarnos de todo aquello que nos hace mal). A veces podemos optar por la revolución, por quebrar la vasija y dejarla irreconocible. Es el camino más rápido, sin embargo nosotros (o lo que nosotros éramos) desaparecemos con él. Otras veces podemos optar por la transformación, por cambiar poco a poco, por transformarnos sin hacernos desaparecer, por transformarnos desde lo que nosotros mismos somos. Elijamos sabiamente que camino transitar.
Shabat Shalom
Uriel Romano, estudiante del instituto de formación rabínica Abraham J. Heschel