וְיֵעָשּׂו כֻלָּם אֲגֻדָּה אַחַת לַעֲשׂוֹת רְצוֹנְךָ בְּלֵבָב שָׁלֵם
«Y que todos se unan en un solo grupo para hacer tu voluntad con un corazón completo.»
¿Cuál es el precepto bíblico que más transgredimos como judíos? ¿Cuál es el mandamiento que, más allá de la denominación a la que pertenezcamos o de nuestra ideología, todos, casi inevitablemente, quebrantamos? No es el Shabat, no es el Kashrut, no es la Tefilá, no es el Talmud Torá, no es la Tzedaká, ni siquiera es el Lashón Hará. Como judíos, casi por antonomasia, transgredimos desde tiempos ancestrales uno de los 613 mandamientos, uno que aparece en nuestra Parashá: «No se harán cortaduras en el cuerpo ni se raparán la cabeza por causa de algún muerto» (Deut. 14:1).
Esto, creo, merece una explicación. No creo que ninguno de ustedes, como lectores, alguna vez, frente a la muerte de un ser querido, se haya infligido cortes ni heridas en la piel, o se haya arrancado los cabellos en señal de automortificación. No, no me refiero a la literalidad de este mandamiento, sino a su interpretación clásica rabínica: “לא תתגודדו – לא תעשו אגודות אלא הֶיוּ כולכם אגודה אחת” (Sifre Devarim ad.loc). Lo Titgodedu no es traducido homiléticamente como «no infligirse heridas a uno mismo», sino más bien como «no hagan grupos separados», sino que serán todos una sola agrupación. Y este es, quisiera sugerir, el mandamiento que más solemos transgredir como pueblo judío desde tiempos inmemoriales. Se nos manda permanecer unidos, en una misma agudá (agrupación), pero nos dividimos una y otra vez. Y esto no empezó con la modernidad.
Ya los hijos de Yaakov-Israel estaban más divididos que unidos. Luego, las tribus de Israel se peleaban entre ellas en los tiempos de los jueces. Después, el reino unificado de Israel, en poco menos de 100 años, ya se divide entre el reino del norte y el del sur. Luego, tenemos el debate entre los judíos elefantinos y sus costumbres frente a las de otros judíos en otras diásporas, como Persia o incluso en la misma tierra de Israel. Más tarde, el enfrentamiento, esta vez armado, entre judíos helenizantes y otros llamados jasidim, piadosos. Y entre los propios hermanos macabeos, que ganan la batalla contra los judíos helenizantes, surge una ruptura que lleva a la entrada triunfante de los romanos en Judea. En aquellos mismos años, Filón de Alejandría da cuenta de que los judíos están divididos en sectas: los fariseos, los saduceos, los esenios y hasta los «terapeutas» (!). Casi ninguno de ellos sobrevivió a la primera guerra judeo-romana, y solo los fariseos, ahora llamados rabinos, lograron perdurar. Pero estos también se dividieron en escuelas: la escuela de Shammai y la de Hilel. Posteriormente, las grandes Yeshivot en Babilonia se enfrentaron a las Yeshivot de la tierra de Israel. Y cuando ya las Yeshivot de Babilonia, en el siglo IX, parecían haber concentrado todo el poder y la unidad, comenzaron las fragmentaciones rituales, estéticas, litúrgicas y legales entre ashkenazim y sefaradim (y ni hablar de que no podemos decir que todo el mundo ashkenazi o sefaradí eran solo dos agudot, agrupaciones, ya que los judíos sirios tenían costumbres muy diferentes a las de los marroquíes, o los judíos de Alemania eran muy distintos a los de Odesa).
Entramos así en la Edad Media con una judería fragmentada, no solo a nivel cultural sino también ideológico. Estaban la escuela de los racionalistas y la de los místicos. Luego, en la modernidad, con toda la apertura a la sociedad y a la ciencia que esto implicó, la tendencia a transgredir el «Lo Titgodedu» continuó y se exacerbó aún más: jasídicos vs. mitnagdim, reformistas vs. ortodoxos, bundistas vs. sionistas, maskilim vs. tradicionalistas.
¿Agudá Ajat? ¿Una sola agrupación? ¿Unidad? Si alguno analiza la sociología judía de hoy y tiene este versículo, con su interpretación rabínica como guía, no ve sino contradicción absoluta. Estamos comandados a la unidad, y no hacemos más que fragmentarnos. Y siempre, además, la culpa la tiene el otro. El otro es el que busca la división, el otro siempre es el disruptivo. El otro. Somos expertos en dividirnos y aún más expertos en racionalizar (o justificar) la división, ya sea en términos talmúdicos o sociológicos. Y en particular, en poner siglas. Tenemos todo un alfabeto de siglas de asociaciones judías. Y aunque cada vez hay menos judíos en el mundo, las siglas de asociaciones judías se multiplican.
JDCA: The Jewish Democratic Council of America vs. RJC: The Republican Jewish Coalition.
AIPAC vs. JVP (Jewish Voice for Peace)
URJ (Union for Reform Judaism) vs. OU (Orthodox Union)
Likud vs. Yesh Atid
La Torá nos ordena estar unidos, ser una Agudá Ajat, e históricamente los judíos no hemos hecho más que dividirnos en subunidades, subcategorías, subgrupos. Donde uno busca unidad, lo único que encuentra es disidencia. Y sin embargo… hay algo increíble. Algo que, desde un punto de vista histórico o sociológico, es casi imposible de explicar. Los judíos teníamos todas las de perder, de quebrarnos, de atomizarnos, de dividirnos en interminables cismas como otras religiones. La iglesia cristiana no está unida, sino que está dividida entre católicos, protestantes (y estos, a su vez, divididos en una interminable cantidad de subiglesias) y los cristianos de oriente (con todas sus divisiones). El mundo islámico, desde casi el inicio del Islam, se dividió en chiitas y sunitas (y estos, a su vez, divididos política y religiosamente por escuelas interpretativas y tradiciones enfrentadas). Católicos y protestantes en Europa fueron a la guerra unos contra otros, aunque todos creían en Jesús como el Mesías. Chiitas y sunitas se matan a diario en Oriente Medio, aunque todos veneran a Mahoma como su profeta. ¿Y nosotros? ¿Y los judíos? Divididos territorialmente, lingüísticamente, religiosamente, culturalmente, étnicamente, ideológicamente durante casi dos milenios, aun así, nunca ha habido un cisma en nuestro pueblo. Aún con todas las «agudot», agrupaciones, internas dentro de nuestro pueblo, seguimos siendo un solo pueblo, una sola nación, una sola religión. Con muchas diferencias, sin duda, con muchas agrupaciones e interminables organizaciones con sus impronunciables siglas, sí, pero aún seguimos siendo Am Ejad, un pueblo.
¿Cómo es posible? Quisiera sugerir que es porque somos conscientes. Desde tiempos antiguos somos conscientes de que la fragmentación está casi en la raíz de quienes somos: un pueblo pensante, discutidor, con opiniones fuertes, un pueblo con más caciques que indios, un pueblo de la interpretación. Y porque somos conscientes, habitamos esa tensión, y cuando estamos a punto de que las agudot, las diversas agrupaciones, se conviertan en religiones o pueblos separados, volvemos a encontrar razones para unirnos. Ya sea en un pasado en común o en un futuro en común. No dejamos atrás las diferencias, pero cuando la cuerda que nos atraviesa está a punto de deshilacharse, un acontecimiento histórico o grandes líderes nos vuelven a unir, recordándonos de dónde venimos y hacia dónde vamos. Es esto mismo lo que Yaakov, el tercer patriarca del pueblo de Israel, les transmite a sus hijos según el Midrash antes de morir:
«ויקרא יעקב אל בניו … האספו … הקבצו …» – רבותינו אומרים: ציווה אותם על המחלוקת. אמר להם: תהיו כולכם אסיפה אחת… נעשו בני ישראל אגודה אחת, התקינו עצמכם לגאולה.
«Y llamó Yaakov a sus hijos… Reuníos… Uníos…». Nuestros sabios dicen: Les ordenó evitar la discordia. Les dijo: Sed todos una sola reunión… Los hijos de Israel se convirtieron en una sola unidad, prepárense para la redención. (Bereshit Rabba 98:2)
No hay que ser perfectos, pero debemos ser conscientes de nuestras imperfecciones. Porque somos conscientes de nuestra naturaleza, que tiende a la división y a la fragmentación, una parte de nuestro ser vuelve a buscar una y otra vez caminos para unirnos en un objetivo común sin olvidar quiénes somos. Estamos unidos en nuestra división.
El Talmud (Yevamot 14a) intenta comprender cómo explicar la prohibición de formar agudot agudot (agrupaciones separadas) frente a la diversidad legal y de costumbres en el pueblo judío. Trata de reducir el problema diciendo que no transgredimos la mitzvá de Lo Titgodedu si en una misma ciudad, incluso, hay dos cortes rabínicas que dan dictámenes diferentes. Sí se transgrediría si dentro de una sola corte hubiera un fallo dividido que genere diversidad de costumbres y prácticas dentro de una misma comunidad. Aquí tenemos una hermosa y práctica metáfora de cómo aplicar el Lo Titgodedu en nuestros días. El problema no es que haya más de una comunidad judía en una misma locación, sino que internamente, dentro de cada comunidad judía, haya división. Cada agudá debe ser una unidad, y entre todas, aun con nuestra diversidad, formamos una Agudá Ajat, una unidad aún más grande.
En el Midrash, es Rabí Shimon bar Yojai quien ofrece la siguiente metáfora para entender el mandamiento de Lo Titgodedu:
רבי שמעון בן יוחי אומר: משל לאחד שהביא שתי ספינות וקשרם בהוגנים ובעשתות והעמידן בלב הים ובנה עליהם פלטרין. כל זמן שהספינות קשורות זו בזו, פלטרין קיימים. פרשו ספינות, אין פלטרין קיימים. כך ישראל, כשעושים רצונו של מקום – בונה עליותיו בשמים. וכשאין עושים רצונו – כביכול אגודתו על ארץ יסדה.
«Rabí Shimon bar Yojai dijo: Es como alguien que trae dos barcos y los ata con anclas y cables, colocándolos en el corazón del mar y construyendo sobre ellos un palacio. Mientras los barcos estén atados entre sí, el palacio permanece en pie. Si los barcos se separan, el palacio no permanece. Así es Israel: cuando hacen la voluntad del Creador, construyen su morada en los cielos. Pero cuando no hacen Su voluntad, es como si su unidad estuviera fundada sobre la tierra.» (Sifrei Devarim 346:2)
Los barcos en el mar deben estar unidos por cadenas, pero cada barco puede ser diverso. Cada uno de los barcos en nuestro judaísmo contemporáneo puede ser diferente al de otros judíos, pero todos debemos ser conscientes de que estamos unidos por cadenas, visibles e invisibles, y que juntos sostenemos un edificio. Ese edificio es el palacio de la Torá. Ese edificio es el ser testigos de Dios. Ese edificio es el mandamiento de Tikun Olam. Podemos entenderlo, aplicarlo y pensarlo de manera diversa en cada uno de estos barcos, pero no podemos alejarnos del todo, ni cortar los lazos, ya que así el palacio se derrumba.
Entendido profundamente, Lo Titgodedu no es la prohibición de la diversidad, sino la importancia de la conciencia de la unidad que atraviesa esa diversidad. De recordar que venimos de los patriarcas y nos dirigimos a nuestra tierra prometida. De recordar que todos rezamos (o incluso rechazamos) al mismo Dios. De recordar que nuestra vida judía es un diálogo con nuestra Torá, sus relatos y sus leyes. Cada agudá de nuestro pueblo, cada organización, hace énfasis en una idea y un mandamiento. Están los que ponen énfasis en la justicia social, y otros que ponen énfasis en los rituales. Unos se enfocan en el aspecto universalista del judaísmo, y otros en el particularismo. Están los que hacen hincapié en nuestra tierra de Israel, y otros en la diáspora. Unos se abocan al estudio, y otros a la plegaria. Unos a la noción de la libertad, y otros a la de nuestra responsabilidad compartida.
Como ese famoso Midrash (Vaikrá Raba 12) que compara al pueblo judío con las cuatro especies de Sucot: cada una es especial, diversa y única, pero solo todas juntas cumplen la mitzvá. La diversidad en agudot, agrupaciones, no es más que la exacerbación, la profesionalización de un aspecto de la vida y la experiencia judía. Muchas veces, quienes están dentro piensan que es el todo y no tan solo una parte. Mi invitación es que la próxima vez que vean una agrupación judía, incluso con la que creen que no comparten nada ideológicamente, piensen en cuál es su énfasis, qué mandamiento de nuestra tradición subraya esa organización.
El Jafetz Jaim así explicaba por qué el pueblo judío realmente no transgrede el mandamiento de Lo Titgodedu, ya que cada organización o división en nuestro pueblo puede ser comparada con una unidad en un ejército (¿Acaso Dios no es llamado metafóricamente en la Biblia como Hashem Tzevaot, el Dios de los ejércitos?). En un ejército están la infantería, la aviación, la marina, la inteligencia. Solo volviéndonos expertos en un área, en un mandamiento, en una idea-fuerza del judaísmo, podrá nuestro “ejército” triunfar. La especialización nos da fuerza… pero no debemos olvidar que somos parte de algo más grande. Que nuestra agudá no es el todo, sino solamente la puesta en práctica y el énfasis (quizás exacerbado muchas veces) de una de las tantas ideas que surgen de nuestra Torá y nuestra cultura. No perdamos nuestra singularidad. Busquemos la unidad en nuestros barcos, pero sepamos apreciar la diversidad en cada uno de los barcos de nuestra marina. Miremos hacia afuera, y veamos las cuerdas y cadenas que nos unen a los otros barcos. Y lo más importante: seamos conscientes de que solo juntos, aun en la diversidad, sostenemos el edificio que llamamos judaísmo.
Como rezamos una y otra vez en la liturgia de nuestros Yamim Noraim:
וְיֵעָשּׂו כֻלָּם אֲגֻדָּה אַחַת לַעֲשׂוֹת רְצוֹנְךָ בְּלֵבָב שָׁלֵם
«Y que todos se unan en un solo grupo para hacer tu voluntad con un corazón completo.»
Shabbat Shalom.