Yosef podría considerarse la historia arquetípica del judío desarraigado de su lugar de origen, proveniente de un pequeño shtetl en la Europa del Este del siglo XIX, que llega a los Estados Unidos sin un centavo. Con el tiempo, a pesar de las diversas penurias y los años difíciles al principio, asciende hasta los más altos niveles del escalafón social y económico de la sociedad norteamericana. Se convierte en un judío rico, poderoso e influyente, pero a expensas de su propia identidad judía. Podríamos describir su historia como un éxito en la asimilación.
Al llegar a Egipto, Yosef abandona su «judaísmo» y la conexión con sus hermanos hebreos. Y tiene sus razones: sus hermanos lo odian, llegan incluso a pensar en matarlo, lo arrojan a un pozo y, como consecuencia, es vendido como esclavo en Egipto. Yosef siente resentimiento hacia el núcleo social y cultural que lo vio nacer, el primitivo protojudaísmo. Por rencor y debido a la nueva situación social en Egipto, decide asimilarse a la cultura egipcia. Cambia su nombre de Yosef (hebreo) a Tzofnat Paneaj (egipcio, que significa «aquel que provee»). Sus ropas se sustituyen por atuendos reales de la realeza egipcia, se afeita la barba (símbolo semita) y su apariencia física comienza a asemejarse a la de un egipcio común. Deja de hablar hebreo para comunicarse en egipcio, e incluso cuando se encuentra con sus hermanos, utiliza un «traductor» para ocultar sus orígenes. Se casa con una mujer egipcia, y no solo con cualquier egipcia, sino con la hija de un sacerdote pagano. Incluso a sus propios hijos les da nombres que reflejan su intento de asimilación: Menashé, que significa «Dios me hizo olvidar por completo mis dificultades y mi hogar paterno», y Efraim, «Dios me hizo fecundo en la tierra de mi aflicción» (Génesis 41:51-52). La historia de Yosef representa a esos judíos que se sienten abandonados o expulsados de su propia comunidad y se asimilan a la sociedad circundante.
Mil años después, encontramos la historia de Theodor Herzl. Herzl fue uno de los muchos judíos asimilados que vieron la luz en el siglo XIX. Nacido en 1860 en Budapest, sus padres estaban prácticamente asimilados a la cultura germánica predominante en el Reino de Hungría en esos años. Aunque el apellido original de la familia era Loebl (Lev, «corazón» en hebreo), decidieron germanizarlo a Herzl (pequeño corazón en alemán). Al igual que su padre, quien era un empresario exitoso, Herzl adoptó el espíritu del bildung alemán, aspirando a los grandes clásicos de la cultura, literatura y lengua alemana para «elevar el nivel espiritual de los judíos». Herzl, junto con su familia, despreciaba las prácticas arcaicas de los judíos tradicionalistas. No solo era un judío asimilado, sino que buscaba la asimilación cultural masiva de los judíos europeos para abrirse camino en la economía y la cultura europeas, viendo a Alemania como su nueva Jerusalén.
Yosef y Herzl, a pesar de los milenios que los separan y las grandes diferencias en sus biografías, comparten una trama común: la del judío asimilado que termina salvando a su pueblo. Yosef, en Egipto, y Herzl, en Budapest, son miembros destacados, aceptados y respetados en la sociedad circundante. Ambos, en la práctica y en afinidades sociales, se distancian de los judíos y del judaísmo. Sin embargo, algo sucede radicalmente en sus vidas, y su filosofía de vida se transforma de alguna manera.
En nuestra parashá, Yosef finalmente revela su verdadera identidad después de más de 22 años asimilado a la cultura egipcia sin contacto con su familia y su pueblo. Al escuchar la súplica de su hermano Yehuda y el sacrificio que este está dispuesto a hacer para salvar a Benjamín, Yosef no puede soportar más su «disfraz» y revela su verdadera identidad: «Yo soy tu hermano Yosef, Ani Yosef Ajeijem» (Génesis 45:6). Ya no habla en egipcio, vuelve a hablar en hebreo. Ya no se presenta como el cuasi faraón, como Tzofnat Paneaj, sino como su hermano Yosef. Según el Midrash (Génesis Rabbah 93:10), les muestra a sus hermanos que está circuncidado, que es como ellos, que es parte de esa familia que comenzó con Abraham, Isaac e Jacob. Yosef simboliza a los judíos fuertemente asimilados a la cultura circundante que, en algún momento, experimentan un cambio en sus vidas y deciden reconectarse con su pueblo y su judaísmo. De ese judaísmo del que se sintieron distantes, de ese judaísmo y los judíos que en algún momento se sintieron discriminados, como «el otro», como una cultura de la cual no se sentían parte, pero algo sucede que los impulsa a reconectarse.
Herzl, miles de años después, en 1894, también abandona su vida de judío asimilado y su proyecto asimilacionista. Según la «leyenda», fue el caso Dreyfus, que estaba cubriendo en Francia, lo que despertó su nuevo fervor nacionalista judío. Vio con sus propios ojos que el asimilacionismo no garantizaba la entrada irrestricta de judíos en la sociedad civil europea. Judíos como el coronel Dreyfus seguían siendo discriminados, y el antisemitismo comenzaba nuevamente a crecer en Europa. Durante décadas, los judíos asimilacionistas creyeron que mientras más integrados estuvieran en la sociedad europea y mientras fueran «menos judíos» en apariencia y práctica, serían más aceptados. El caso Dreyfus fue el paradigma de que esa no era la solución. El antisemitismo imperante lo hizo romper con el proyecto asimilacionista y reconectarse con sus hermanos judíos.
Yosef y Herzl, aunque separados por más de 3000 años de historia, representan el modelo del judío asimilado que logra reconectarse con sus hermanos. Pero no solo eso, representan a esos judíos asimilados que, debido a su asimilación y su posición privilegiada en la sociedad civil (¡que solo obtienen por estar asimilados!), luego pueden salvar a sus propios hermanos. Yosef y Herzl son judíos asimilados que se reconectan con su judaísmo y salvan a los judíos. Yosef los salva físicamente al proporcionarles alimentos durante los 7 años de hambruna. Si no fuera por Yosef, quizás los hijos de Jacob-Israel no hubieran sobrevivido y hubiesen muerto como tantos otros en cada hambruna en el mundo. Solo porque fue un hebreo asimilado que escaló hasta lo más alto de la pirámide social egipcia, pudo ser el proveedor para sus hermanos. Lo mismo ocurre con Herzl. Solo de un judío asimilado podría haber nacido el sionismo. El sionismo no es más que la versión judía de los proyectos nacionalistas europeos de la segunda mitad del siglo XIX. De un judío de shtetl no podría haber surgido un movimiento nacional que, para 1897, ya celebraba congresos en Basilea con representantes judíos de gran parte del mundo, adoptaba una bandera y un himno nacional, escribía panfletos para promover el proyecto sionista en todas las comunidades judías, publicaba en periódicos de la época y se reunía con káisers, reyes, príncipes y gobernadores en busca de apoyo político para el restablecimiento de un Estado judío en la tierra de Israel. Es su conocimiento del mundo europeo, producto de su asimilación, lo que ayuda a Herzl a sentar las bases del futuro Estado judío, salvando así a su pueblo.
Desde Yosef hasta Herzl, pasando por Moisés mismo (con su nombre egipcio, siendo un príncipe y parte de la realeza egipcia, aprendiendo sobre liderazgo político y militar en Egipto y luego reconectándose con sus hermanos hebreos, asumiendo nuevamente su identidad y liberándolos de la servidumbre), no fueron pocos los judíos asimilados que contribuyeron en diversos momentos de la historia a salvar a su pueblo. Normalmente, dentro de la comunidad judía, hablamos de la hitbolelut, la asimilación, como una amenaza, como el mal. No obstante, debemos ser conscientes de que ciertos miembros periféricos de nuestra comunidad judía adquirieron poder, conocimientos, influencia e ideas a lo largo de la historia gracias a la cultura general y la sociedad circundante. No estoy haciendo apología de la asimilación, Jas veShalom, pero debemos reconocer que solo ciertos judíos que se asimilaron y utilizaron las herramientas de otras culturas lograron luego salvar al judaísmo y a los judíos.
En un maravilloso artículo de Gerson Cohen titulado «The Blessings of Assimilation in Jewish History» de 1966, nos llama la atención al decir que existe un famoso Midrash que sostiene que los judíos fueron redimidos de Egipto porque mantuvieron su idioma hebreo, sus nombres hebreos y sus vestimentas, incluso durante la esclavitud egipcia. A pesar de los esfuerzos de algunos para preservar la identidad judía a través de murallas de costumbres, rituales, vestimentas, ideologías y teologías, la asimilación de ideas de otros pueblos revitalizó al judaísmo a lo largo de la historia. Fue Ahad Haam quien, a principios del siglo XX, marcó la diferencia entre hitbolelut (asimilación) y jikui shel hitajarut (imitación competitiva). Aunque la asimilación puede poner en peligro la continuidad judía, imitar ciertas prácticas, costumbres e ideas del mundo que nos rodea puede revitalizar al judaísmo. Es a través de judíos que, en algún momento de sus vidas, estuvieron asimilados a la cultura general y luego se reconectaron con su judaísmo que esas ideas pueden penetrar en el corazón de la comunidad judía, traspasando murallas y revitalizando nuestra vida social, cultural, política y material. En palabras de Gerson Cohen: «La asimilación canalizada y explotada adecuadamente puede convertirse en una bendición. Las grandes épocas de la creatividad judía nacieron como respuesta al desafío de la asimilación, y no hay razón para que nuestra era no responda a este desafío con igual vigor. La asimilación no es una calle de sentido único: al igual que la Torá misma, es capaz de paralizar o energizar, según cómo reaccionemos ante ella» (p. 156).
Hace más de 3600 años, Yosef, un judío asimilado, ayudó a salvar a sus hermanos de la hambruna. Hace 130 años, Herzl, un judío asimilado, revitalizó al mundo judío y sentó las bases para que el Estado de Israel se convirtiera en realidad 50 años después. La asimilación puede ser un peligro, pero también, en algunos de sus casos y con algunos de sus miembros, se convierte en una fuente de bendición y renovación para la vida judía.
Rab. Uri